Volvemos con la primera de las Menciones de Honor que el jurado del Concurso de Relatos Eróticos concedió a A. Gándara con su texto "La Hiena".
Recordamos que cada miércoles colgaremos un nuevo relato erótico hasta agotar las menciones.
¡Esperamos que os guste!
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Desde que él había entrado por la puerta de la discoteca, buscaba una mujer a su altura. Tenía clase, no era como los demás pringados que buscan desesperados una borracha que les haga caso, les riera sus chistes malos y abriera bien las piernas. Él esperaba a la chica adecuada. Y cuando la encontraba iba a por ella. Sabía que era irresistible. Solo había que verle, se decía. Pelo castaño, ojos verdes, rasgos delicados pero aún así viriles, y cuerpo formado en el gimnasio. Sus gestos, sus ademanes, su estilo de vestir, todo remitía a una persona elegante. De estos hombres que solo aparecen en las películas, con traje y sonrisa del millón de dólares.
Tiempo después divisó a su próxima víctima. Perfecta, se dijo. Rubia, de tez clara, ojos azules soñadores, nariz pequeña, sonrisa juguetona, cuello esbelto, pechos pequeños pero firmes, vientre plano, largas piernas. Iba enfundada en un vestido azul claro que realzaba sus curvas, y combinado con sus tacones dotaba a sus piernas una sensación de infinitud.
Se acercó decidido a ella para bailar. Ella accedió con una sonrisa. Bailes, copas y susurros al oído precedieron a los besos tiernos en el cuello. Pero algo no iba bien.
No aceptaba el cortejo. No se abandonaba en el placer. No se sonrojaba con los piropos. Pronto estaba claro quien estaba seduciendo a quien.
Comentarios picantes no típicos de mujer, pero sin caer en lo obsceno, miradas penetrantes que le desnudaban, guiños de ojos, caricias de unas manos de porcelana que rodeaban su rostro, acompañando a las palabras que salían de su boca. Podía sentir su aliento en el rostro y el perfume en su nariz, olor que le perturbaba como si nunca hubiese sentido algo parecido. Por primera vez sintió miedo y timidez ante una mujer. No podía apartar la mirada de unos ojos que le llenaban de una calidez nunca antes presente en su cuerpo, derritiendo su corazón de hielo, cada vez más exaltado cuando veía su sonrisa y una hilera de dientes blancos como perlas.
No oía la música, no notaba el alcohol, no veía al resto de mujeres que le miraban. Solo estaba ella. Qué le pasaba. Él no era así. Eso no le gustaba. Él era un hombre, joder. Él era quien tenía que controlar la situación. Ella era quien tenía que estar besando sus pies. Sus pies… Tan delicados. Parecían esculpidos por el mismísimo Miguel Ángel. Pero ellos tenían vida. Se movían con delicadez y con desenvoltura aristocrática, siguiendo el movimiento de la música. El color de sus uñas, de un tono extraño de verde, que daba un toque exótico…
Mientras se relamía de la perfección de su pie, ella seguía jugando con él. Su cuerpo se pegaba cada vez más a él, dejándole sin aliento. Y besó de forma suave sus labios. No dejó que él controlase la situación. No permitió que su lengua se moviese dentro de su boca, y cuando quiso prolongar el beso, se alejo de él. Vio la tortura en sus ojos. De vez en cuando lo provocaba rozando su pierna desnuda con la suya, notando, a pesar de la tela de su pantalón como su piel se erizaba. Todo iba perfecto.
Sin decir una palabra, salió de la discoteca, se quitó los tacones y se puso a correr. De forma grácil, elegante y juguetona. Dejo que creyera que él la había conseguido atrapar, y comenzó a burlarse de él, hasta que entraron en su coche y fueron a su casa.
Dentro de su casa no dio tiempo a las palabras lisonjeras, el reino de los besos había empezado. Las lenguas se movían y retorcían según una danza marcada desde el comienzo de los tiempos. Rápidas y ágiles, de forma violenta y pasional. Es el ansia animal que despierta cuando hueles el sudor y la lujuria en la piel del otro.
Ella era la que dirigía la escena. Ella le desabrochaba la camisa y le mordía el pecho. Ella era quien se desvestía, poco a poco, de forma sensual y lenta. Podía sentir que el miembro de su acompañante se erguía dentro de la prisión de sus pantalones. Eso solo ralentizaba sus movimientos. Él no podía aguantarse más, él ansiaba su cuerpo y con los ojos suplicaba. Solo así ella dejo que se acercase y posase su cabeza en su vientre, terso como el terciopelo. Ella con su ritmo lento se desbrochó el sujetador y dejó libres a sus atributos. Él, como un bebe ansioso por la leche de su madre buscó el pezón, mientras ella le terminaba de desnudar, liberando a la espada de Damocles.
Le tumbó, y tras morderle el labio por última vez, comenzó a cabalgar sobre él. La amazona seguía un ritmo impresionante, él lo notaba en la intensidad de sus jadeos y el bote rítmico de sus pechos. Apenas podía moverse, solo dejarse llevar por el placer, el sabor de sus labios de carmín, el tacto de la piel de sus caderas y la visión placentera de sus senos empapados de sudor con los pezones erizados. Ella seguía cabalgando y la risa salía de su boca. Y tras varios minutos de éxtasis todo acabó con la erupción del Vesubio.
Él estaba postrado en la cama, jadeando y totalmente exhausto. Su compañera, al contrario, estaba de pie, sonriendo. Todavía seguía desnuda. Y sin esperar que su cómplice se recuperase, decidió bajar la boca hasta el puñal que guardaba en su cuerpo. Y empezó a lamer y chupar. Aunque no estaba preparado para otro asalto, consiguió levantarse y recibir con placer ese masaje de lengua. Ella cambió de postura, para que él tuviese a su monte de Venus sobre su cara. Siempre se había negado a hacer sexo orala una mujer, era él quien debía recibir placer, no darlo. Pero había perdido su orgullo, se había convertido en el juguete de esa mujer, sin apenas voluntad. Y lo hizo. El sabor le entusiasmaba, no podía evitarlo. Él había perdido su aura de ser superior. Era ella quien le dominaba. La última humillación fue que él, que se vanagloriaba de su resistencia en la cama, apenas aguantase unos míseros minutos, y que ni siquiera pudiese avisar de que se venía, como si fuese un adolescente virgen. Ella parecía no lamentar tener la cara manchada de semen. Pero, eso era la apariencia. Lo demostró en su venganza, consistente en un largo beso, donde le obligó a tragarse su propio semen.
Él apenas podía moverse pero ella todavía estaba juguetona. Y su falo reaccionó por última vez cuando estaba entre sus pechos. Él aunque con el cuerpo totalmente agarrotado, disfrutaba como nunca, tanto que perdió la conciencia.
Cuando despertó, ella estaba todavía desnuda, riéndose de manera traviesa, pero ahora había un tono que le asustaba. Un atisbo de maldad que había ocultado hasta ese momento. Y mientras ella le miraba a los ojos, le dijo:
-¿Sabes a que animal me parezco?
-No lo sé, preciosa. ¿A una mariposa?
Los dedos de ella se posaron sobre su pecho, arañándolo suavemente.
-Evidentemente no soy una mariposa. Ellas son delicadas y mortalmente frágiles. Apenas duran un día con vida. Tú de eso sabes mucho.
En su sonrisa desapareció la alegría y el encanto. Se había quitado la careta encantadora. Ahora parecía una diosa. Una diosa colérica con una mirada tan fría como el averno, capaz de hacer tiritar al mismísimo Hércules. Su sonrisa se convirtió en una mueca de odio, sin perder su belleza. La mano sobre su pecho le clavaba las uñascon fuerza y sin piedad, provocando que algunas lágrimas solitarias surcasen su cara.
-Tú eres culpable. Te he visto disfrutar del néctar de las mariposas, aunque para eso les tuvieses que arrancar las alas. Todo mi paciente trabajo se terminaba en una sola noche de depravación.
¿No sabes todavía que animal soy todavía? Soy una hiena. Una hiena malvada y que ríe de forma macabra cuando encuentra carroña que llevarse a la boca.
Sin que él lo esperase, le mordió con saña en la oreja. No pudo evitar soltar un grito. De autentico terror. Pero todavía podía oír un susurro en su oído.
-Ya has recibido tu castigo. No volverás a vivir el sexo tan bien como hoy. No podrás olvidarme, ni el dolor que te causo. Cada risa de mujer, cada sonrisa te remitirá a mí y mis mordiscos. Ningún cuerpo estará a la altura del mío. Ninguna piel poseerá la suavidad de la mía, ningún seno será tan terso como los míos. Ahora serás un macho cabrío castrado, que mirarás con terror e insatisfacción a las mujeres. Porque serán a la vez yo y mi antítesis.
Y ahora huye. Te lo manda Venus.
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Hasta el próximo miércoles....
Me corrooooooohhhh
ResponderEliminarIncreiblemente increible
EliminarJando, siempre tan sutil... xDDD
ResponderEliminarMagnífico relato, Adri, me ha encantado. Como decía Salva, el último párrafo es brutal.
Brillante. Sencillamente brillante.
ResponderEliminarA tus pies, Adrián :)
Muchas gracias a todos por leer y comentar. Me alegro que os haya gustado.
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