¡Ya está aquí el relato ganador de nuestro primer concurso!
Como os hemos ido anunciando por Twitter (@laplumarota) y la página de Facebook tras la publicación de hoy del relato ganador os iremos colgando cada miércoles un relato más de los tres premiados con matrícula de honor.
Colgaremos los links en las redes sociales y también colgaremos los relatos en: masplumarota.wordpress.com
en la pestaña: Relatos.
Así que sin más dilación aquí tenéis:
"Yo, mi, me...contigo" de Verónica Lilium
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En el espejo solamente estaba yo. ¡Qué sorpresa! Miré mi reflejo y fruncí los labios. Desnuda y recién salida de la ducha, apenas me había frotado el pelo con la toalla y por mi espalda resbalaban gotas de agua fría. Examiné mi cuerpo que, muy a mi pesar, no era nada del otro mundo. Pensé que cualquier hombre me habría considerado una tía cachonda, más por mis veinte años que por cualquier otra cosa. Con la mirada fija en el espejo levanté las manos y me retorcí el pelo, un chorro de agua empapó la alfombra y yo dejé las manos posadas a los lados de mi cuello. Me acaricié las clavículas, salientes y huesudas. Me encantaban mis clavículas. Deslicé las manos por mi torso y con un dedo rodeé la curva de mis pechos. Primero uno y luego el otro. Mis pezones estaban erizados, del derecho colgaba una gotita de agua dispuesta a precipitarse en cualquier momento. Detuve la mirada en aquel pezón goteante y con el índice recogí la gota antes de que cayese. Me llevé el dedo a los labios y lo chupé, quizá con demasiado ahínco para una sola gota. Cerré los ojos y empecé a notar una humedad que nada tenía que ver con la ducha que acababa de darme. Continué acariciándome la tripa, el ombligo y la cadera y la sensación aumentó, una sorda vibración en el vientre, una presión que incitaba a algo mucho mejor.
Abrí los ojos y pensé en que debería vestirme y salir ya hacia la biblioteca, pero vi en mi cara una expresión de deseo y, en parte, remordimiento, que solo consiguió humedecerme más. Empecé a acariciarme el cuerpo con dureza, con prisa, masajeando mis tetas y pellizcando mis pezones hasta que empecé a suspirar. Mantenía la mirada a aquella mujer del espejo y supe que quería más, supe que hacía demasiado que no se sentía deseada, ni siquiera por ella misma. Y la deseé.
Me senté sobre la alfombra y abrí las piernas frente a mi reflejo. La pequeña habitación apenas estaba iluminada y en la superficie del espejo parecía que se proyectaba una película porno de bajo presupuesto, sin luces y sin silicona. Separé mis labios con las manos y froté el clítoris con un dedo. Veía como crecía y se volvía rojo y empecé a gemir. Mis pies estaban apoyados sobre la pared, las rodillas flexionadas, mis pupilas clavadas en mis pupilas. Mientras me frotaba aquel palpitante nódulo rojo, haciendo círculos, con la otra mano metí dos dedos en el interior de mi vagina. Me estremecí. Grité. Acompasé una mano con la otra, mientras los dedos entraban y salían, resbalando, ahogándose en el líquido caliente de mis entrañas; la otra mano seguía el mismo ritmo, apretando el clítoris. Los gemidos aumentaron, todos mis músculos estaban en tensión, me dolían los pechos porque toda la presión de mi cuerpo estaba acumulándose en mis pezones que querían ser estrujados y masajeados. Me faltan manos. Miré a la chica del espejo que ya no era yo, o sí, pero diferente: con el pelo alborotado, la boca entreabierta en una mueca de placer, los ojos cerrados…¿los ojos cerrados? ¿Cómo es posible que tenga los ojos cerrados si la estoy viendo, si es mi reflejo? Mis manos continuaban moviéndose, acariciando mis entrañas, convulsionando mis músculos y alejando mi conciencia que se preguntaba…algo que ya no recordaba. Sus gemidos eran el tic-tac de un reloj, seguidos, entrecortados, resonando en lo más hondo de su cabeza. Aumentó el ritmo, la mano que friccionaba su clítoris se veía borrosa. La vi arquear la espalda, levantar las nalgas del suelo apretándolas en un último espasmo y un grito. La intensidad del orgasmo recorriéndola la dejó sin aliento, cerró los ojos y se dejó caer hacia delante….
El dolor. El ruido de cristales rotos. La sangre. El impacto contra el espejo me devolvió a la realidad. Después de correrme había perdido la conciencia, supuse. El espejo, que yo misma había fijado a la pared, se había descolgado cuando mi cabeza chocó con él. A caer había rebotado en mi espalda y se había hecho añicos sobre mi piel. Miles de cortes sangrantes recorrían mi columna vertebral y mis piernas. La cabeza me dolía pero no sangraba. No era el golpe lo que había reventado el espejo, solo lo había desestabilizado. Mierda. Comprobé que podía moverme ignorando las punzadas de dolor. Aún en el suelo me examiné poco a poco y me di cuenta de que todos los cortes habían sido poco profundos, algunos sangraban más que otros y ninguno era un simple arañazo pero al menos no había daños mayores. Decidí ponerme en pie ayudándome de la pared. Mientras me incorporaba una de mis piernas cedió. Grité y luego me mordí un labio. No me importa que me oigan follar pero desde luego nadie me va a oír quejarme. En mi cadera derecha un trozo relativamente grande de cristal se había incrustado en la piel. Solamente me dolía si intentaba apoyar el peso sobre esa pierna. Cojeando llegué hasta la cama y me senté, intenté pensar en si habría alguien en la maldita residencia que fuese estudiante de medicina y de quien tuviese el móvil. ¿Quién me mandaría meterme en ciencias políticas? Entonces me acordé de Aaron, con el que había coincidido alguna vez en las fiestas del colegio mayor. Busqué su número con los dedos temblorosos. Hacía frío una vez que se me había pasado el calentón. “Hola, Ron? Soy Galatea…¿te acuerdas de mí? Joder, perfecto. Verás, es que tengo una pequeña emergencia y como estudias medicina he pensado que me podrías ayudar. ¿Qué? ¡Ah, no, nada! Unos cortes por un espejo roto, quizá alguno necesite puntos. Habitación 505, muchísimas gracias, hasta ahora.”
Me dejé caer sobre la cama. Ni siquiera me vestí, el cuerpo me dolía demasiado. Agarré la sábana intentando moverme lo menos posible y me cubrí como pude con ella. Quince minutos más tarde mis labios estaban azulándose y todo mi cuerpo temblaba, el sudor se enfriaba en mi piel. Cuando al fin llamaron a la puerta susurré “pasa” y él entró. Se quedó parado en la puerta, mirándome y después mirando los cristales esparcidos por el suelo de la habitación. Se acercó a la cama y me llamó: “¡Gala…Gala estás temblando!” Me quitó la sábana y vio mi cuerpo lleno de cortes, le señalé el trozo de espejo incrustado en mi cadera. Apenas le vi fruncir el ceño y asentir, tomó el mando de la situación y abrió el armario. Pensé que sería un buen médico. Empezó a sacar mantas y a cubrirme con ellas, dejando al aire la zona en la que estaba clavado el cristal. Abrió las persianas y entro la luz de las 7 de la tarde de un día de invierno, luego encendió una calefacción eléctrica que había en una esquina. Esperó a que entrase en calor y se acercó a la cama, me examinó la herida, con unas pinzas arrancó el cristal y me dio un par de puntos. Tuve el impulso de gritar pero mordí la almohada. Retiró las mantas y me miró. Estaba desnuda pero no me sentía incómoda, me explicó que los cortes eran superficiales y me los lavaría nada más. Había oscurecido ya y todo volvía a estar en sombras.
De pié al lado de la cama, me miraba y creí ver un brillo extraño en sus ojos. Entonces, me puso una mano en la frente y me besó. No opuse resistencia y abrí los labios dejando que entrase en mi boca y jugase con mi lengua. Como si nada hubiese pasado se inclinó sobre mi cuerpo tendido en la cama y sin una palabra me lamió dulcemente uno de los cortes. Aunque estaba sorprendida la sensación era agradable y cálida. Uno a uno fue besando y lamiendo todos los cortes de mis manos y mi tripa y fue descendiendo a chupar mis muslos. Su respiración entre mis piernas me hizo suspirar y me di cuenta de que llevaba un rato conteniendo el aliento. Sentí frío y calor, mis pezones se erizaron y él se incorporó. Le dije en un susurro, sensual y provocadora, que tenía más cortes en la espalda. Suavemente me volteó y me apartó el pelo. Me besó y lamió el cuello y luego me recorrió completa, con las manos, con la lengua, con los labios. Yo jadeaba y me arqueaba. Le oí desvestirse y note su cuerpo caliente colocándose sobre mí. Noté su polla contra mis muslos, dura y ardiendo, volvió a besarme y a mordisquearme, con una mano separó mis piernas y empezó a masturbarme. Ya estaba húmeda y preparada para él que se agarró el miembro para colocarlo dentro de mí. Despacio pero con firmeza me penetró más hondo de lo que nadie me había follado nunca. Grité, todos los cortes, músculos y poros de mi cuerpo gritaron y él gimió. Nos fundimos en lo surrealista del momento, en el mejor orgasmo de mi vida.
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