"¡Así, el poeta será un guerrero y el guerrero un poeta!" (Alejandro Jodorowsky, "La Casta de los Metabarones")
lunes, 23 de abril de 2012
William Shakespeare – Julio César (c. 1599)
“El mal siempre sobrevive a sus autores; en cambio, el bien a menudo se entierra con sus huesos”.
Pensaba hoy traeros la crítica de La espada rota, de Poul Anderson (que he terminado hace cosa de una hora), pero he recordado que tenía esta otra pendiente desde hace un par de semanas. Y como hoy es el Día del Libro, San Jorge (mi santo, ya de paso) y se supone que Shakespeare murió este día, según el calendario juliano (aunque según el gregoriano murió el 3 de mayo que, por casualidades de la vida, es mi cumpleaños. Está claro que soy de signo ilustre para las letras), pues es un bonito y humilde homenaje, espero, este análisis que traigo.
En la literatura, como en muchas otras artes, cada país (cada lengua, en este caso) tiene a un portaestandarte que la eleva a cumbres milagrosas: en España, Cervantes; en Alemania, Goethe; en Francia, Victor Hugo; Dante en Italia… Sin embargo, dos figuras (cuya existencia se pone hoy en día en entredicho, por cierto) sobresalen por encima del resto: Homero, en Grecia; y Shakespeare, en Inglaterra. Y el bardo inmortal de Stratford es, sin duda, el más universal de los dos (aunque solo sea porque se expresa en una lengua que, a priori, la gente normal entiende).
Poco sabemos a ciencia cierta de la vida del dramaturgo inglés. Sí que nació en la ciudad de Stratford-upon-Avon en 1564 (en una región que no es famosa únicamente por tan ilustre ciudadano, sino también porque hace unas tazas para el café maravillosas); que se casó con diecinueve años y tuvo tres hijos; y que murió en su ciudad natal en 1616. Tuvo una infancia bastante pícara y turbulenta (su familia no era precisamente acomodada) y se sabe que en su juventud llegó a ser azotado por robar ciervos. Trabajó en el oficio familiar y junto a un abogado, y con 24 años se fue a vivir a Londres. Allí comenzó a trabajar como actor en una compañía teatral, y a escribir algunos poemas; finalmente, espoleado por algún mecenas con buen ojo, se lanzó a escribir obras de teatro, legándonos así maravillas como El rey Lear, Sueño de una noche de verano, Otelo, El mercader de Venecia, Mucho ruido y pocas nueces, Macbeth, Julio César, Romeo y Julieta o Hamlet.
De entre sus tragedias, es Julio César, estrenada alrededor de 1600 (no se sabe con exactitud, se cree que fue entre 1599 y 1600… La mayoría de datos, entre ellos el testimonio de un viajero suizo en sus memorias, hacen que cobre fuerza la fecha de 1599), la primera importante desde Romeo y Julieta (1595), y por tanto la segunda de sus grandes obras. La trama se basa (y sigue de cerca, con bastante rigor) la historia real del asesinato del dictador romano Caius Iulius Caesar (Cayo Julio César, para los amigos) durante los idus de marzo del año 44 a.C. La obra tiene su base en la narración que hace Plutarco del episodio en sus Vidas paralelas (o eso creo), y se centra en los prolegómenos y consecuencias del asesinato.
La tragedia, que se desarrolla en escasas 100 páginas, es una obra un tanto atípica de Shakespeare, y en ella se sacrifica la acción en favor de las reflexiones filosóficas y las divagaciones en torno a la figura de Marco Bruto, ahijado y asesino de César (que, a pesar de dar título a la obra, apenas aparece en algunas escenas, muriendo al comienzo del tercer acto). Algunos personajes adolecen de una falta de profundidad nada propia del bardo inglés: César, por ejemplo, o la mayoría de los conspiradores, quedan reducidos a meros figurantes necesarios para el desarrollo de la historia, pero irrelevantes en el desenlace de ésta. Todo ello, sin embargo, se compensa con creces en los personajes de Marco Antonio y Bruto. El primero, consumado actor que se presenta como alguien humilde, casi simplón, y honesto (“no soy orador, como Bruto, sino alguien sencillo y honesto que amaba a su amigo”), y utiliza esa apariencia para manipular al pueblo a su antojo, sufriendo una metamorfosis radical cuando está solo o rodeado de sus allegados, y tornándose en un hombre frío, astuto y calculador. Por su parte, Bruto representa el núcleo central de la tragedia: un hombre que se debate entre el amor y el aprecio por un amigo (su propio padre adoptivo) y el patriotismo y el deber que tiene de salvaguardar Roma.
Los temas presentes son todos de corte muy clásico: la grandeza, la corrupción del poder (Casio después del asesinato, o el propio César a ojos de los conspiradores), el deber (personificado en Bruto, que a veces recuerda enormemente a Judas antes de traicionar a Cristo: un hombre que mata a su amigo porque se siente obligado a ello, no porque sea su deseo; no en vano Dante en su Divina Comedia sitúa juntos a Judas, Bruto y Casio en el noveno círculo del Infierno), el destino, el honor (“¿qué mejor juramento que el compromiso de nuestro honor para realizar la empresa o morir en el intento?”) y la muerte. Esta última, de hecho, está siempre presente, tanto de facto como de palabra (Bruto, por ejemplo, critica al principio el suicidio porque encuentra “cobarde y mezquino anticipar así el momento de fallecer por miedo a lo que pueda ocurrir”; pero luego él mismo lo busca: “nuestro enemigo nos ha hecho retroceder a golpes hasta el borde de la sepultura. Es más noble lanzarnos dentro que esperar a que nos empuje”), recurso constante este de la muerte (y especialmente el suicidio) tomado de la tragedia griega de corte clásico. Incluso hay una escena, con la muerte de uno de los conspiradores, claramente inspirada en el suicidio del Áyax de Sófocles.
El estilo es bastante rebuscado –muy shakesperiano–, rimbombante y grandioso en los personajes principales, y más sencillo en el pueblo llano. Las escenas son más breves de lo que acostumbraba el autor, lo que repercute en una concisión máxima en los diálogos, que van siempre al grano, sin circunloquios innecesarios (con la salvedad obligada de los discursos de Bruto y Marco Antonio tras la muerte de César en la que es, por cierto, una de las mejores escenas del libro).
Por último, no faltan en la tragedia guiños a la propia obra (cuando, tras la muerte de César, Casio exclama “¡cuántas veces en épocas futuras se verá representada esta grandiosa obra nuestra en naciones y lenguas nonatas!”) y las críticas a la sociedad isabelina que conoció el dramaturgo, cuando vierte su desprecio contra la plebe (personificada en los ciudadanos romanos), voluble y manipulable, al poner en boca de Casio palabras como “los hombres son dueños de sus destinos: la culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos, que aceptamos la servidumbre”, o “sé que no sería él [César] un lobo si no viera que los romanos son ovejas”. Palabras que aunque las escribió Shakespeare (como diría mi querido Kutxi Romero) “cuando el mar muerto todavía estaba enfermo” siguen teniendo la misma vigencia hoy en día. También se advierte en la obra una cierta preocupación política sobre cómo, tras la muerte del líder de un pueblo, éste puede sumirse en la anarquía y el desorden (se cree, de hecho, que esta fue la principal motivación del bardo de Stratford para escribir la obra, pues en ese momento la reina Isabel I se encontraba ya en decadencia y no había querido nombrar herederos, lo que generó una gran preocupación popular).
Con todo, una obra inmortal, sin duda alguna. Ni por asomo la mejor tragedia de Shakespeare; empero, así y todo, es fastuosa.
Allez-y, mes ami!
Buenas tardes, y buena suerte.
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LO MEJOR: la sencillez con que se narra la muerte de César, y el mítico encuentro que éste tiene con el adivino, que anticipa su caída (cuando César, después de que el otro predijera su muerte en los idus de marzo, le dice “los idus de marzo ya han llegado, adivino” y el otro se contesta “han llegado, César, pero todavía no han pasado”). Y sobre todo el discurso de Marco Antonio, rezumando ironía y manipulación pública, es fabuloso.
LO PEOR: el poco desarrollo que tienen algunos personajes y hechos. Aunque como digo me gusta la sencillez con que se narra el asesinato de César, éste se ventila en dos acotaciones y una intervención del dictador (“Et tu, Brute? ¡Muere entonces, César!”), cosa que es excesivamente breve. Y personajes como Cicerón, que podían haber dado mucho juego, apenas si se mencionan. De hecho, de éste ni siquiera se sabe si tras el asesinato salva la vida o muere, porque se habla de forma muy confusa (si mis conocimientos de historia no fallan, y creo que no lo hacen, sobrevivió, pero Shakespeare da a entender lo contrario).
VALORACIÓN: 9,5/10. Reconozco que me esperaba algo más de un escritor tan genial. No me malinterpretéis, es una obra absolutamente increíble, de lo mejor que he leído en mi vida. Pero me esperaba incluso más, siendo de Shakespeare. Quizás por eso le he quitado medio punto...
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La leí hace tiempo, y se me han olvidado muchas cosas, pero no el buen sabor de boca que me dejo.
ResponderEliminarEn cuanto Cicerón, tiene su base histórica, ya que no tuvo nada que ver en el asesinato de Cesar. No me acuerdo bien como lo trata Shakespeare.
Aunque me sigo quedando con una de las mejores escenas literarias que he leído en mi vida, el discurso de Marco Antonio en el funeral de Cesar.
Bueno, eso de que no "tuvo nada que ver" muy entre comillas. Se sabe que Cicerón era de las personas más críticas con César (y eso en parte sí que lo refleja Shakespeare, por eso se espera que su personaje tenga mayor desarrollo). Y se conserva una nota que le envió a Bruto poco después del asesinato y en la que decía "Felicidades". No creo que fuera precisamente por su cumpleaños... Además, lo que digo que me molesta es el hecho de que deje su historia abierta, no se sabe realmente qué pasa con él en la tragedia, mientras que los demás personajes sí queda claro cómo terminan...
ResponderEliminarEl discurso, por supuesto, brutal.
Que le felicitase no quiere decir que estuviera metido en la conspiración. Es normal que en vez de apoyar a Marco Antonio, con quien se llevaba tan bien, apoyase, primero a Bruto, que defendía sus ideales republicanos, y luego a Augusto, lo que le costo la cabeza. Tampoco huyó con los conjurados fuera de Roma. Su apoyo a Bruto fue muy testimonial.
ResponderEliminarOjo, yo no he dicho que estuviera metido en la conspiración, yo lo que he dicho es que apoyó la conspiración, cosa que sí que está bastante demostrada. Sí, fue un apoyo testimonial, como tú dices, pero es que fue el apoyo que dieron todos los senadores que no clavaron directamente una daga en el pobre César. La diferencia es que Cicerón era el único, de todos esos que no se metieron de cabeza en la conspiración (porque apreciaban mucho su cuello, en general xD), que tenía poder e influencia suficientes como para apoyar el golpe y salir indemne si la cosa no funcionaba.
ResponderEliminarSí que tuvo un papel relativamente importante en la conspiración, entre otras cosas porque Bruto sabía que, sin su beneplácito, habría acabado todos huyendo de Roma (cosa que finalmente pasó, aunque por otros motivos). Y como dices, al final acabó muriendo por ser tan combativo con César y Antonio, más que por su apoyo a Octavio. Y todo eso Shakespeare no lo cuenta, por eso no me gusta la visión que da del senador, porque le quita todo el juego que podía haberle dado. Y la tragedia es bastante más corta de lo que acostumbraba a escribir, o sea, que podía haber dado más protagonismo a Cicerón sin ningún problema.
He dicho.
Cicerón no sabía nada de la conjura. No tuvo ningún papel. Y si lo tuvo no lo sabemos. Que yo sepa, ninguna fuente le señala como parte de la conjura. Su colaboración fue posterior al magnicidio. Allí, como ya hemos dicho colaboró con Bruto.
ResponderEliminarYo también he dicho Xd
Y has dicho mal. Cicerón hasta escribicionó discursos defendiendo públicamente el asesinato. Y se sospecha que fue uno de los instigadores. Pero no quiso arriesgar el cuello. Que no esté demostrada su participación no quiere decir que no existiera. Tampoco está demostrado que Hitler matara judíos.
ResponderEliminarDiscursos que fueron posteriores al asesinato. Que desease el asesinato no significa que participase en él. Y como has dicho son sospechas, no hechos. Sospechas no reflejadas por las fuentes. No clavo el puñal en el cuerpo de Cesar como hicieron el resto de conjurados. A pesar de sus notables e evidentes simpatías por la causa republicana liderada por Bruto y Casio, a los que defendió consiguiendo una amnistía que sería posteriormente inútil, no se va con ellos a Grecia. Se queda en Roma, donde se enfrentó a Marco Antonio, y buscó aliarse con Octavio, quien finalmente le traicionó.
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