“No se ve bien sino con el corazón. Lo
esencial es invisible a los ojos”
(Antes de empezar, y aunque no es mi costumbre dedicar
las reseñas, en esta ocasión me gustaría hacer una excepción para dedicar, con
todo el cariño y el amor que guardo, las siguientes líneas a dos personas: a ese
principito que aún no tiene edad, pero que la tendrá en algún momento, para
leerlas; y a esa amiga inmejorable que me regaló
recientemente esta obra en una lengua germana que aún se me escapa)
Decía
mi querido amigo Josep Lapidario, en un fantástico artículo que os recomiendo
mucho, una frase que me marcó bastante, hablando sobre el género infantil tanto
en literatura como en cine (concretamente, hablando de los ejemplos de Ende y
Miyazaki): “hace tiempo que el cine dio el paso de considerar los méritos de
una película independientemente de su género, algo que, como hemos visto en el
caso de Ende, aún es una asignatura pendiente en literatura.”
Me
marcó, porque creo que tiene toda la razón. Si bien es verdad que existen un
buen nicho de obras dirigidas a un público infantil que han resistido al paso
del tiempo por sus propios méritos, permitiendo relecturas adultas y guardando
en ellas significados que es difícil hallar cuando uno es niño (ahí tenemos al
propio Ende, a C. S. Lewis y su compañero Tolkien, la crítica de Richard Adams
o de George Orwell, el surrealismo cándido de Caroll y la falsa ingenuidad de
J. M. Barrie, por no mencionar el inagotable nicho de sabiduría que son los
cuentos y las leyendas populares), la gran mayoría de la literatura infantil
queda aplastada por el entretenimiento vacío o el moralismo poco sutil.